sábado, 13 de abril de 2013

No hay deber que descuidemos tanto como el deber de ser felices.

                              UNA   CASA   SIEMPRE   RESPLANDECE                               
La casa tenia duende y compás, cierto sortilegio, apretaba familias a racimos como una faja, nos ponía -qué brújula- el trino, la palabra amiga en cada lengua. Eramos un manojo de buenas señas emparentadas, común era el agua y los tendederos con su cambiante geometría, los cachivaches, las macetas arrellanadas en las mesetillas, las golondrinas y los entre abejorros. El jazmín del corral llegaba hasta la azotea en su escapatoria y cuando florecía venteaba las alcobas. Los bautizos --tantos y tan raudos-- llenaban el patio y la casapuerta  de cantares, compadres y padrinos, de salero y cañas. Y aunque la pobreza era tan ancha divinizadora que empujaba vigajes, tabiques y rincones los quicios, siempre tenía la casa por salas, barandales, lavaderos y fogones un dios trasteando entre nosotros.   Y en su catatiempo último, allá donde el  silencio se santiguaba mágico sobre la cal y la calamocha, agarrado a los techos y lumbreras, un niño apercibía,< con la imaginación en viva culebrina > un disparete fisonómico y la casa derramada se salía de su dibujo, navegaba con rumbo al instante que ahora la sostiene y perpetúa.                                                                  

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